Tres kilos trescientos gramos de
felicidad habitan en mi interior. Lleva conmigo casi 39 semanas y aún no me
hago a la idea de que pronto, muy pronto, nos veremos las caras. Yo juego con
ventaja, porque ya he podido ver parte de su rostro, de sus manitas, de sus
piernas (esas que patalean sin cesar). Aún así, es difícil asimilar que esa
personita que muestra el monitor está dentro de mí. No seré consciente de su
llegada hasta que la tenga en mi pecho y le susurre: “ hola Olivia, soy mamá”. Todavía
recuerdo cuando pronuncié esas palabras por primera vez y mi niño dejó de
llorar, sin más. Fue entonces cuando comprendí que mi pequeño había sentido
todo: las canciones que le cantaba, las caricias que le hacía a través de mi
piel… Y fue también de ese instante, cuando supe que el instinto maternal
existe. Es ese sexto sentido que te sopla al oído cómo debes coger a esa
personita tan menuda, el que te hace permanecer despierta con tu bebé sobre el
pecho para calmar sus primeros miedos y cólicos durante toda una noche. Y da
igual que hayas dado a luz tan sólo una hora antes de forma inhumana y que lleves
24 horas sin dormir porque.., inexplicablemente, en el silencio de su primera
noche, sólo escuchas su suave respiración, sólo hueles su piel intentando
retener su esencia mientras cierras los ojos, lo envuelves con tus brazos y
disfrutas de un momento único e irrepetible.
(Dedico esta entrada a tres ángeles:
Chris, Marta y Susana. Gracias a la fisioterapia del suelo pélvico (que ningún
médico me recomendó y que apareció en mi vida por pura casualidad, como todo lo
bueno), a la profesionalidad, a la humanidad de quien sabe tratar a un paciente
dolido, a la sonrisa de quien te da la bienvenida… gracias a ellas, hoy vuelvo
a tener la ilusión que un día me robaron).