Le quiero tanto que sólo con oler su
cabello, sus piececitos, con escuchar su respiración mientras duerme, su tono
de voz estridente cuando canta a “grito pelao”, sus pisadas ir y venir mientras
hace volar a Buzz Lightyear… sólo con eso se me escapa una sonrisa y me lleno
de paz interior. Es como si todo lo
demás, por unos instantes, no importara nada. Ahora le ha dado por coger un
cepillo para peinarme “como Rapuncel”.
- “Así mamá, qué guapa…”- y por muchos piropos bonitos que te hayan
dicho, ninguno puede igualar al de tu hijo, aunque suene cursi, Disney o
infantil.
- “¿Tienes pupa en la tripita”?
- “No cariño, mamá tiene la tripita
grandota porque tu hermanita está aquí escondidita. Escucha: “Hola hermanito, ¿me
das un beso? Te quiero mucho y tengo muchas ganas de jugar contigo” (y todo
esto con voz de niñita pequeña y movimientos de “tripota”, para que el peque
comience a querer a su nueva compañera de juego, de mimos, de vida)
Y como le quiero tanto, no consigo
entender a esos que se llaman padres y dan de lado al hijo mayor cuando nace el
siguiente. A los que culpan al mayor de todos los males, sin miramientos, de
todos los llantos del pequeño, del cambio de su vida acomodada por otra llena
de personitas que requieren su atención. A esos, que hay muchos, les digo:
“Con las patas colgando me gustaría
quedarme tras el “mamporrazo” que os metía con la izquierda y con la derecha, por
crueles”.
Me dedico esta entrada a mí misma,
para que nunca cometa el error de no repartir mi cariño por igual a mis dos
pequeños tesoros. Si el amor es inagotable, ¿por qué dar tanto a unos y tan
poquito a otros? Qué mal repartido está todo en este mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario