No sé si será
por las películas animadas o por los programas infantiles, pero lo cierto es
que he comprobado que muchos niños tienen admiración por el tren. Seguramente
se deba a su gran tamaño y, sobre todo, a las bonitas historias que pasan
siempre en los vagones del tren. ¿Quién no ha soñado alguna vez en ver aparecer
el Polar Express en plena noche de Navidad y viajar al Polo Norte con un montón
de niños? Un viaje lleno de magia donde te sirven chocolate caliente unos
camareros bailarines y donde vives una auténtica aventura que te lleva incluso
a conocer a un fantasma, a viajar por el techo del vagón sin riesgo alguno (cómo
en una gran montaña rusa súper protegida) y donde el viaje termina rodeado de
elfos y Papá Noel. ¿Y a quién no le gustaría montar en un tren que habla y que
está lleno de animales salvajes que se hacen tus amigos y no te
quieren comer?
Desde pequeños nos muestran un mundo de fantasía que sigue
creciendo y creciendo, hasta que llegamos a la edad adulta y aparecen las
comedias románticas, que también tienen como escenario un tren. Entonces, miras
a tu alrededor y piensas que nunca te montaste en el Polar Express y que esa
historia de amor difícilmente pasará en tu vida. ¿Quién tiene tiempo (Y DINERO)
para conocer a un extraño en una súper máquina a vapor que cruza toda la
Siberia, enamorarse locamente de él y vivir felices para siempre? Muchos de
nosotros, NO. Por eso, si es cierto que tu tren solo pasa una vez, intenta
subir en marcha o tirarte a las vías. Sí es un tren mágico, te salvaras. Si no,
unos angelitos bajaran del cielo y podrás comprobar si otra de las grandes
fantasías de los humanos es o no es real. Como diría Hamlet: “ser o no ser…” (He
ahí el dilema. Que cada uno acabe su “frase” como quiera o como se atreva).
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