Normalmente escribo
mis entradas mientras espero a que mi bebé duerma. Me siento pacientemente en
la hamaca situada junto a su cama, le doy el besito de buenas noches, enciendo
mi teléfono móvil y, con la escasa luz de su pantalla, comienzo a escribir mis
historias. Hay quien puede pensar que paso olímpicamente de mi hijo: “vaya
madre más comodona, que no le canta una canción o le hace cosquillitas a su
bebé…” Pero nada más lejos de la
realidad. A mi pequeño diablillo (mi ángel) es mejor ignorarle mientras intenta
conciliar el sueño. Varias veces he intentado cantarle nanas y en todas las
ocasiones se ha puesto a bailar. No digamos lo de las caricias, aprovecha el
mínimo movimiento para comenzar una pelea de almohada y ponerse a hablar: “¿qué
této? ¿Qué této??”
Se puede decir
que desde hace poco más de un año no sé qué es dormir a pierna suelta y, mucho
menos, “tirarse a la bartola”. La llegada de un hijo es una experiencia
emocionante, a la par que agotadora y aterradora. Aún recuerdo, desde la
lejanía del tiempo con cierta gracia, aquella noche de verano en la que sus
sollozos retumbaban en todo el edificio. Eran las dos de la madrugada y ante
una situación desesperada, soluciones simples y rápidas: paseo en cochecito. El
problema es que su llanto se escuchaba más fuera que dentro, así es que, ante
el temor de que alguien llamara al 112 (que últimamente la gente está muy
alarmista), decidimos volver con el llanto, el bebé y las ojeras, que se habían
enganchado en el bordillo de la acera de enfrente.
Ya no hay
cochecito, ni cuna, ni llantos de bebé. Pero sí queda una hamaca, alguna que
otra pesadilla y un reto: salir pitando de la habitación en cuanto su
respiración comienza a ser rítmica, constante… Ayer estaba tan cansada, que
ante el temor de ser descubierta, me fui dejando caer de la hamaca, despacito,
lentamente. En una mano el móvil, en la otra la “cámara espía”. Una vez abajo
comencé a reptar (pobres serpientes, no me extraña que fueran las malas del
paraíso. Yo también estaría cabreada si tuviera que desplazarme así por
decisión de otro…). Todo iba a las mil
maravillas, ya veía la luz al final del corto trayecto que me quedaba para
alcanzar la puerta cuando, en voz bajita y “pitufina” alguien me dijo: “¿qué tésto?”
y se echó a reír. Volví a mi hamaca, terminé esta historia y no pude dejar de
reír con él. J
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