Para recordar los momentos importantes
de tu vida, no hay nada mejor que una buena cámara de video. Es lo que deben
pensar todos los novios que deciden pasar por el altar de la vicaria o por el atril
del concejal. Independientemente del sexo de los cónyuges y del modo en el que
se proceda a la unión del “hasta que la
muerte o el divorcio express nos separe”, lo cierto es que la mayoría no
podemos resistirnos a grabar tan feliz acontecimiento.
Hace algún tiempo estuve en la boda de
una gran pareja. Se querían tanto que aún siguen casados, a pesar del mal
comienzo de su primer día. Todo ocurrió tan deprisa, que si no hubiera sido por
la asombrosa tecnología de las cámaras de video, aún hoy estarían haciendo
porras sobre el baile nupcial y el ladrón de guante blanco o “la ladrona de la servilleta”.
Y es que, en una boda, a nadie le agrandan
los imprevistos. Por eso, los personajes están bien definidos desde un
principio: novios, padrinos, invitados, camareros, músicos y, por supuesto, los
chicos de la cámara de video, fundamentales para el desenlace final de esta
historia.
¿Qué
paso? ¿Cómo ocurrió?
Pues sólo diré que aún no había crisis
(en estos tiempos, posiblemente más de uno lo hubiera justificado). Era el
momento del baile y una invitada se salió del guión. De personaje familiar pasó
a encarnar el papel de ladronzuela avispada utilizando la vieja táctica de “se
me ha desabrochado el zapato y tengo los pies debajo del mantel”. Posó su
elegante culo en la silla de la novia, tras haberse ofrecido voluntaria para
proteger el cofre del dinero (aprovecho para recordar a todo el mundo que
existen las transferencias bancarias). A continuación, con la canción favorita
de nuestra joven pareja como banda sonora de su “gran golpe”, la ladronzuela procedió a echar mano de su botín mediante
cuatro pasos muy sencillos: arriba
(cabeza), abajo (cuerpo), al centro (brazo) y “pá
dentro” (dinero). Un plan perfecto, si no hubiera sido por el gran plano general
y fijo de la cámara, que captaba sin saberlo: una cabeza, un brazo y una
servilleta llena de sobrecitos blancos. Pobre “ratita nupcial”, después de
todo, se quedó sin familia y sin dinero. Eso sí, durante su anonimato disfrutó
de lo lindo del “baile del pañuelo”.
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