No me gustan las lágrimas. Creo que
viene de familia. En concreto, es un común denominador de la mayoría de las
mujeres de la rama materna. Con los años me he dado cuenta de que tenemos que
estar muy jodidas de dolor o demasiado contentas de alegría, vamos, con las “patas
colgando desde la luna”, para poder descargar nuestro lagrimal.
No me gustan las lágrimas de
cocodrilo, ni los que lloran por obligación: porque es una buena noticia y hay
que llorar…, porque es una despedida (con vuelta) y hay que llorar… Es decir,
si la noticia es buena, si el viaje es extraordinario, si te ha tocado el Gordo
de tu vida… ¿no deberíamos saltar, brincar, sonreír hasta caer extasiados,
abrazarnos con fuerza al desconocido que tenemos al lado y plantarle un beso de
abuela y empezar a canturrear: laaa la la la laaaa, laaaa la la la laaaa o
Campeonessss, campeoooonesss olé, olé, oléeeee?
Quizá todo se debe a mi escasa
relación con el agua bebida. No me gusta mucho y casi siempre tengo que
obligarme a hidratar mi cuerpo. Quizá, y sólo quizá, mi cerebro es tan
espabilado que manda una orden urgente del tipo: “no lágrimas- stop- reservas
vacías- stop”. O quizá, simplemente,
lloro por dentro para consolar a mi corazón sin necesidad de mostrarlo
continuamente en público.
Hoy quiero dedicar mi entrada a los
que tienen los ojos secos y el corazón muy bien hidratado. A la gente que
también es sensible, sí señores, a los que también sufrimos por las penas, por
las pérdidas de los que se van y por la puñetera patada en la espinilla. A los
que prefieren momentos de soledad buscada y necesaria para descargar el alma. A
los que no tienen que demostrar continuamente que son “súper buenos y súper
sensibles” porque saben llorar. Y por supuesto, a los que no “lloran para mamar”,
sino a los que consiguen sus metas con una sonrisa y sin teatro barato.
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