martes, 19 de junio de 2012

El tren... de la vida.


No sé si será por las películas animadas o por los programas infantiles, pero lo cierto es que he comprobado que muchos niños tienen admiración por el tren. Seguramente se deba a su gran tamaño y, sobre todo, a las bonitas historias que pasan siempre en los vagones del tren. ¿Quién no ha soñado alguna vez en ver aparecer el Polar Express en plena noche de Navidad y viajar al Polo Norte con un montón de niños? Un viaje lleno de magia donde te sirven chocolate caliente unos camareros bailarines y donde vives una auténtica aventura que te lleva incluso a conocer a un fantasma, a viajar por el techo del vagón sin riesgo alguno (cómo en una gran montaña rusa súper protegida) y donde el viaje termina rodeado de elfos y Papá Noel. ¿Y a quién no le gustaría montar en un tren que habla y que está  lleno de  animales salvajes que se hacen tus amigos y no te quieren comer? 

Desde pequeños nos muestran un mundo de fantasía que sigue creciendo y creciendo, hasta que llegamos a la edad adulta y aparecen las comedias románticas, que también tienen como escenario un tren. Entonces, miras a tu alrededor y piensas que nunca te montaste en el Polar Express y que esa historia de amor difícilmente pasará en tu vida. ¿Quién tiene tiempo (Y DINERO) para conocer a un extraño en una súper máquina a vapor que cruza toda la Siberia, enamorarse locamente de él y vivir felices para siempre? Muchos de nosotros, NO. Por eso, si es cierto que tu tren solo pasa una vez, intenta subir en marcha o tirarte a las vías. Sí es un tren mágico, te salvaras. Si no, unos angelitos bajaran del cielo y podrás comprobar si otra de las grandes fantasías de los humanos es o no es real. Como diría Hamlet: “ser o no ser…” (He ahí el dilema. Que cada uno acabe su “frase” como quiera o como se atreva). 

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